Las cenizas de un fénix consumido por su ambición

«Dar la vida y el alma a un desengaño», cantaba Lope de Vega en su célebre soneto al amor. Hablaba[…]

«Dar la vida y el alma a un desengaño», cantaba Lope de Vega en su célebre soneto al amor. Hablaba el poeta del fuego pasional que movía su vida y que lo llevó por senderos más bien retorcidos, aunque aquellas palabras se tornan ahora útiles para entender las entrañas de un hombre que vivió en perpetua lucha consigo mismo, hostigado por un sueño irrealizable: el de medrar socialmente en un mundo, el que unía los siglos XVI y XVII, que se dividía todavía por estamentos y en el que la nobleza solo la daba la sangre. El fénix de los ingenios se convirtió en inmortal con su pluma y su talento, pero jamás consiguió ser cronista real, un fantasma que le persiguió hasta la muerte.

«No se podía hacer lo que él quería en ese punto de la historia. Él quiere crecer, codearse con nobles, ser cronista real. Pero no deja ser un plebeyo que escribe, y que además siempre está por ahí con actrices», subraya Antonio Sánchez Jiménez, autor de «Lope. El verso y la vida» (Cátedra), nueva biografía del escritor que acaba de salir a la luz. «Esa contradicción es una parte muy importante de lo que forma su vida. Es un personaje muy atractivo, porque está torturado. Es muy talentoso, pero con unas aspiraciones fuera de lo realista. Logró muchas cosas, pero no fueron suficientes según su criterio», continúa.

Su libro viene a llenar un vacío de cincuenta años, los que han transcurrido desde la última biografía científica del genio. En este tiempo hemos descubierto muchos detalles del autor: su fecha de nacimiento (3 de diciembre de 1562, a las dos y media de la tarde), su número de hijas (con Isabel de Urbina tuvo dos, no tres), que se hizo crear un logotipo para imprimir sus libros, que siendo sacerdote le compró a su última amante, Marta de Nevares, una casa pegada a su residencia en la actual calle de Cervantes de Madrid? Pero, sobre todo, hemos descubierto que detrás de su máscara jovial y confiada se escondía un hombre con inseguridades y cargado de pena.

El Lope melancólico

«Este Lope melancólico se ha ido viendo en los últimos años. Lo que yo aporto es que ese sentimiento no solo está en su vejez, que es lo que se decía. Es algo que él llevaba en sí desde el principio, desde que era joven tenemos ese personaje complejo», insiste. Prueba de ello es que en su época sevillana, cuando estaba en la treintena, disfrutaba yéndose a Santa María de las Cuevas (actual Monasterio de la Cartuja), y estar allí todo el día sin ver a nadie, cultivando la soledad. «También está lo que dice de su personaje Tomé de Burguillos, que es un espejo de sí mismo: ?Era un hombre naturalmente triste, pero nadie que lo trató pensó que no estaba sino alegre?», añade el investigador.

Si hay un momento que nos permite entender a Lope ese es, sin duda, su juventud. Ahí recibe una formación excelente que espolea sus dones precoces para la escritura, se relaciona con la flor y nata de la sociedad madrileña, pero también sufre los coscorrones de la justicia, que no tolera su comportamiento irreverente, el mismo que quizás permitía a los señoritos. Hablamos del momento en el que el autor es desterrado de Madrid por los versos satíricos que le dedicó a la familia de Elena Osorio, su primer gran amor, tras la ruptura. En ellos decía, entre otras lindezas, que el padre, la madre y el hermano de Elena eran alcahuetes, y ella una puta conocida. Lo hizo en varias ocasiones. Para muestra, un fragmento de un soneto que no se mencionó en el juicio: «Una dama se vende a quien la quiera. / En almoneda está. ¿Quieren compralla? / Su padre es quien la vende, que, aunque calla, / su madre la sirvió de pregonera».

Ese desprecio por las normas lo acompañaría toda su vida, aunque con diferente intensidad (y menores consecuencias). Ya en su madurez, más calmado, se permitía torear al duque de Sessa, del que era secretario. Y como sacerdote nunca renunció al amor, su gran debilidad, tal y como él mismo admitía. Era la libertad que le brindaba su pluma, esa que le dio de comer durante toda su vida, convirtiéndolo en una «rara avis» de su tiempo. Abrazó la imprenta y se inventó su propio logotipo para sellar sus creaciones, obteniendo de ellas el máximo beneficio (del teatro, el dinero, de la poesía, el prestigio). «Hasta la prensa periódica, en el siglo XIX, ese modelo de escritor no se impone. Lope es el primero conocido en toda Europa», afirma el biógrafo.

Lope fue capaz de inventarse un negocio donde no lo había. Vendió mucho, pero también se preocupó de alumbrar textos respetables para una época en la que había que conjugar pretigio y oro. Su fama llegó hasta América. Sus obras se tradujeron al nagual y se usaron para evangelizar. En Perú preguntaban por él. En Madrid, donde llenaba teatros, era archiconocido y le perseguían por las calles. Su entierro fue multitudinario, todo un acontecimiento en la ciudad. En el siglo XVIII, los ingleses lo situaron a la misma altura que Shakespeare. Se convirtió en inmortal, pero nunca fue cronista del Rey. Dio la vida a un desengaño, pero dejó un legado memorable por el camino.

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