Habló Hernández
Érase que se era un pequeño sultanato gasero con el mayor PIB per cápita del mundo. Allí mandaban siempre los[…]
Érase que se era un pequeño sultanato gasero con el mayor PIB per cápita del mundo. Allí mandaban siempre los mismos (la familia real local, con un poder absoluto e indiscutible). En el alegre sultanato los partidos políticos y los sindicatos estaban prohibidos. Las libertades de expresión, reunión y asociación no existían. Un escarceo adúltero, o un simple gin-tonic, te podían hacer reo de unos latigazos. Las mujeres tenían prohibido transmitir la nacionalidad a sus hijos, tal derecho era exclusivo de los varones, pues sabido es que para la avanzada cultura local los hombres son «la cabeza natural de la familia». En los juicios, el testimonio de ellas valía la mitad que el de ellos (o directamente era ignorado). La constitución del encantador sultanato estaba inspirada en la sharia, la rigorista ley islámica anclada en el medievo. El riquísimo país contaba con 2,6 millones de habitantes, pero solo 313.000 eran originales de allí, el grueso de la población la componían inmigrantes contratados para currar y sacar aquello adelante. Sorprendentemente -y según la prensa inglesa untando a algunos compromisarios de la Fifa- el pequeño sultanato logró hacerse con la organización de un Mundial de fútbol, hecho insólito, porque tradicionalmente no habían jugado ni a las chapas. Para construir los imponentes estadios se importó abundante mano de obra extranjera. Pero muy pronto las organizaciones internacionales de defensa de los derechos humanos denunciaron que en el entrañable sultanato se trataba de manera infame a esos trabajadores, sometiéndolos a condiciones infrahumanas. En resumen, un oasis de buenas prácticas democráticas, derechos humanos y defensa puntera de los derechos de la mujer.