Azucarillos

Hace un par de fines de semana paseamos por Viana do Castelo, una bonita ciudad de 90.000 habitantes del Norte[…]

Hace un par de fines de semana paseamos por Viana do Castelo, una bonita ciudad de 90.000 habitantes del Norte de Portugal, a unos 50 kilómetros de la raya del Miño. Viana está clavada en el estuario del río Limia, con el monasterio de Santa Luzia, de curiosos aires bizantinos, dominándola desde lo alto de una montaña verde. En su día, antes del ascenso de Oporto, Viana fue importante puerto de entrada de mercancías coloniales, lo que explica tantos edificios munificentes, algunos auténticos palacios por redescubrir.

Cuando viajo a Portugal siempre siento lo mismo: un cóctel de admiración y muermo. Su tranquilidad resulta muy grata y también la educación de la gente (al menos mientras no abusan de la prosopopeya). En general, sus pueblos y ciudades lucen mejor preservados, porque al haber crecido con menos vigor no han cometido las tropelías de nuevo rico que han convertido en adefesios los ensanches de tantas urbes españolas. Pero pasado el entusiasmo inicial empiezo a percibir el Portugal que me suscita dudas. Se come peor. A las ocho de la tarde las calles mueren, sin nada equiparable al relajo del chateo. Y sobre todo, una melancolía lánguida y plomiza embarga el ambiente, en buena medida porque la economía dista de tener la pujanza de la nuestra. Faltan oportunidades.

?Y sin embargo, Portugal nos da sus lecciones. Tomando el café en un restaurante de Viana me puse a juguetear con los sobrecitos del azúcar mientras hacíamos la tertulia de sobremesa. En uno de los sobres vi una foto de soldados en la Primera Guerra Mundial que me llamó la atención. En otro, el retrato en sepia de un hombre engominado: «Capitào Monteiro Torres. Morto en combate aéreo. 20 novembro de 1917». En el reverso se explicaba la razón de las fotos: eran el homenaje de una firma cafetera a los portugueses que lucharon en la «Grande Guerra», destacando en capitulares que hace cien años los combatientes lusos se mostraron «leais, bons e intrépidos». Casi me entraron ganas de aplaudir: hete aquí un pueblo con memoria, orgulloso de su pequeña-gran historia, que tiene presentes a los héroes anónimos que se sacrificaron por su país. Y entonces me quedé pensando algo desolador: si aquí se lanzase una iniciativa similar -azucarillos de café con fotos y grabados de militares españoles-, la idea sería rápidamente tachada de «facha» y «franquista», incluso aunque fuesen soldados del XIX, o del XVI.

Estamos viviendo la importantísima visita a España de Xi Jinping, que aspira a ser el dictador vitalicio de China, la inminente primera potencia. El mandatario cruzó ayer Madrid con su séquito rumbo al Ayuntamiento, donde recibió las llaves de la capital. Nada más saber que aparecería, las avenidas se llenaron de orgullosos ciudadanos chinos, que saludaban contentos y con banderas a su presidente. ¿Saldría la colonia española a las calles de París o Berlín a saludar con banderas el paso de sus Reyes? Probablemente no. Somos un país tan maravilloso como acomplejado. Somos tan retorcidos que cuando España ganó un Mundial aquí lo correcto y lo que molaba era llamarla «La Roja», no nos fuésemos a tiznar con el nombre de nuestro país. Algún día se nos pasará esta tontuna.

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