¿Cómo salimos de otras crisis y cómo saldremos de ésta?
Es horrible pensar en las consecuencias inmediatas de la crisis. Pero todavía peor que esto es pensar en el mundo que nos encontraremos cuando logremos salir de ella.
Es horrible pensar en las consecuencias inmediatas de la crisis. Pero todavía peor que esto es pensar en el mundo que nos encontraremos cuando logremos salir de ella. Los analistas hablan de un panorama con un alto nivel de desempleo, salarios devaluados, más impuestos y unos trabajadores con menos derechos, no sólo en sus empresas, donde ya han sido recortados con la reforma laboral, sino también en sanidad y educación, que saldrán muy mal parados de los hachazos que les están propinando.
Salimos de otras crisis muy, muy duras. Pero de ninguna de ellas con recortes tan bestias como éstos a los que asistimos.
La crisis de los años setenta fue industrial y arrastró al sector financiero. No vamos a negar que la respuesta del Gobierno de la UCD y, sobre todo, del PSOE, fue dura y contundente: durísimas reconversiones sectoriales, destrucción del tejido industrial y reformas laborales que trajeron consigo contratos basura, generalización de la temporalidad y la precariedad. Pero, coincidiendo con estos procesos, se fue consolidando el Estado del Bienestar, un necesario colchón que evitó que mucha gente se quedara en la cuneta. No sólo eso, además hizo posible que se produjera una verdadera movilidad social (hacia arriba, no hacia abajo como ahora), quizá por primera vez en la Historia de España.
Eso sólo fue posible con políticas de redistribución de la renta, es decir, la creación de un sistema fiscal progresivo y el aumento del gasto social.
Por el lado de los ingresos, se creó un Impuesto sobre el Patrimonio en 1977, al año siguiente, el Impuesto sobre la Renta, y en 1985, un Impuesto sobre el Valor Añadido (IVA) "neutro", es decir, con afán recaudatorio, pero sin perjudicar en exceso la filosofía progresiva de los impuestos de primera hornada. El incremento de la recaudación permitió que entre 1973 y 1985 aumentara el gasto público sobre el PIB desde el 22,7% hasta el 42,5%. Bien es verdad que España partía de gastos sobre el PIB por debajo de la media europea (37,2%) y acabó ese periodo también por debajo (42,5%).
Los Pactos de la Moncloa, ¿un modelo a seguir 35 años después?
El hito fundamental tuvo lugar en 1977, con la firma de los Pactos de la Moncloa, un encaje de bolillos entre las políticas de ajuste y las de expansión económica. Podría ser un modelo para salir de la crisis actual. Porque, al mismo tiempo que se decía "se revisarán todos aquellos gastos estatales cuya existencia no se justifique de modo estricto en línea con el esfuerzo general que se solicita a la comunidad", se afirmaba: "Durante 1978 se orientarán preferentemente los gastos públicos hacia el mantenimiento de la ocupación. A este respecto se incrementarán los gastos estatales de inversión en un 30%. Además, el Estado contribuirá con 60.000 millones de pesetas al seguro de desempleo y transferirá otros 40.000 millones a la Seguridad Social para compensar la reducción que se proyecta de sus cuotas". Además, se ponía negro sobre blanco el compromiso de extender el subsidio por desempleo a todos los parados, de elevar progresivamente las pensiones y el apoyo a la democratización de la educación (la emisión de deuda pública durante 1978 se destinaría específicamente a la financiación de un plan de construcciones escolares públicas -40.000 millones de euros-).
Además, se le daba un papel muy importante al crédito oficial como apoyo a ciertas actividades, como la exportación, la agricultura, la construcción de viviendas, la pesca y, en general, las pequeñas y las medianas empresas. Y, por último, algo que hoy sería pecado: los Pactos de la Moncloa establecían un "crecimiento de la masa salarial bruta en cada empresa pública o privada (...) de hasta un 20% durante 1978". "Si el crecimiento del índice de precios en promedio excediese en más de un punto la referida tasa, se realizará el oportuno ajuste con objeto de mantener el poder adquisitivo de los salarios". "Para garantizar el cumplimiento de esta norma, se retirarán las ayudas crediticias y fiscales de toda índole a las empresas que no la respeten". ¿No sienten una envidia sana?
En definitiva, keynesianismo puro: sustitución de la reducción del gasto privado por el aumento (controlado) del gasto público.
España aprovechó el fin de la dictadura y la crisis económica para poner las bases que hicieron posible una década relativamente próspera, la de los ochenta. Si esa década ha pasado a ser denominada como "la del desencanto", ¿cómo deberíamos llamar a ésta?
Maastricht: el "humano" principio del fin degenerado
Europa acompañaba. Frente a los modelos que imponían Ronald Reagan, en Estados Unidos, y Margaret Thatcher, en el Reino Unido, la Europa continental hacía gala de su hecho diferencial, de su modelo social. Aunque pronto comenzaría a elaborar su acta de defunción. Uno de los primeros capítulos fue la firma del Tratado de Maastricht, en 1992, coincidiendo con la segunda gran crisis económica de la España democrática, que se solucionó a golpe de devaluación y mucho menos coste social que la actual.
El Tratado de Maastricht tenía dos consignas principales: la libre circulación de capitales y la estabilidad presupuestaria. Esta última, recogida en los criterios de convergencia (déficit no superior al 3% del PIB; deuda pública, por debajo del 60% del PIB; estabilidad de precios; y control de la fluctuación de la moneda), era necesaria para entrar en la unión monetaria. Pero se les daba un plazo de siete años a los países para acomodarse a la nueva realidad.
En esa Europa aún pseudo-social, se imponían ritmos humanos al cumplimiento de las normas: el plazo para acatar los criterios de convergencia fue de siete años, entre 1992 y 1999. Pero así se aceptaron los primeros recortes, en pensiones, por ejemplo, y las primeras olas privatizadoras en sanidad y educación, con las famosas fundaciones y los híbridos público-privados. Aunque fuera duro, aunque el cumplimiento de los criterios de Maastricht se topó con críticos (pocos, eso sí) por lo que suponía de cesión de soberanía a un poder nada democrático y residente en Bruselas, los esfuerzos se hacían por un bien superior, por entrar en un club de privilegiados. Europa entonces era una ilusión, la promesa de un futuro próspero.
Ahora, Bruselas impone un calendario mucho más duro. Y eso es lo que nos está hundiendo. El problema no es Angela Merkel, ni siquiera su electorado presuntamente contrario a que se ayude a los vecinos del sur. El problema son sus ideas y las de quienes ven en la crisis una oportunidad, una expresión que ¿falsamente? se atribuye a China y que siempre me ha parecido perversa: los que se aprovechan de los desastres naturales (eso es lo que le ocurre al capitalismo, que lleva en su seno la semilla de su propia destrucción) son las aves carroñeras que le sacan partido al miedo y la merma de las pensiones, la educación y la sanidad públicas.
No hay que olvidar que en ese otro episodio aciago de la creación de la Unión Europea, la redacción de un engendro llamado "Tratado por el que se establece una Constitución para Europa", se daba un lugar preeminente a la palabra "competitividad". ¿También entre los propios socios? Por eso estamos donde estamos. Este presunto odio que los ciudadanos europeos comenzamos a tenernos puede estar responder a un objetivo premeditado. Divididos somos más débiles. Además, los recortes que se nos imponen a los ciudadanos del sur ya no ofrecen la promesa de un mundo mejor, sino todo lo contrario. ¿De verdad es necesario tanto sufrimiento? ¿Para qué?