El valor de la filosofía
Mientras el verdugo preparaba la cicuta, Sócrates se puso a ensayar con su flauta. Un discípulo le preguntó por qué[…]
Mientras el verdugo preparaba la cicuta, Sócrates se puso a ensayar con su flauta. Un discípulo le preguntó por qué hacía eso en sus últimos momentos y el filósofo le contestó: quiero morir sabiendo tocar la flauta.
Sócrates amaba la sabiduría y, en general, cultivaba las artes que hoy son consideradas inútiles porque carecen de valor de cambio. Inventó un método llamado mayéutica, que consistía en ayudar al alumno a descubrir las verdades por sí mismo.
La tradición socrática ha quedado relegada en nuestra manera de vivir por el culto a lo material y los saberes prácticos, de suerte que se nos ha inculcado a través de la educación y los estereotipos sociales que el dinero y los bienes materiales son sinónimo de éxito.
En consecuencia, las humanidades han sido postergadas en las escuelas en favor de los conocimientos técnicos y una especialización que se ha traducido en la multiplicación de carreras. Hoy podemos encontrar a un experto en resistencia de materiales que lo sabe todo sobre esta disciplina, pero que es incapaz de leer un libro de historia o de distinguir el gótico del románico. Esa fragmentación del saber ha producido un aumento de la riqueza material y del desarrollo económico, pero ha empobrecido intelectualmente a las personas.
Hay que celebrar por estas razones que el Congreso haya aprobado con la unanimidad de todos los partidos la obligatoriedad de la filosofía en la ESO y el Bachillerato, una medida tan necesaria como justificada si creemos que el fundamento de la enseñanza es enseñar a pensar a los alumnos, como hacía Sócrates.
Tras un debate sobre la existencia de Dios, me decía un conocido intelectual vasco hace pocos días que la filosofía no sirve para hallar ninguna respuesta. Tenía razón. La filosofía solo sirve para hacer preguntas. Pero ello resulta fundamental en un mundo donde se confunde lo verdadero con lo falso. Ya sostenía Kant que el conocimiento nos permite comprender y ordenar los fenómenos que percibimos sensorialmente pero no el noumenon o esencia de las cosas. Por ejemplo, la muerte o el sentido de la vida.
En última instancia, en un mundo ultratecnificado y donde todo se nos ofrece como espectáculo, la filosofía nos empuja a desconfiar de la apariencia y a establecer una lógica que casi nunca se revela mediante una mirada superficial. Dicho con otras palabras, nos enseña a pensar por nuestra cuenta.
Existe otra razón mucho más sutil por la que la filosofía se ha vuelto incómoda: la indagación sobre el sentido de la vida nos conduce a la angustia que deriva de la finitud y la contingencia del ser, a lo que Heidegger llamaba el dasein. Pero ésta es otra cuestión.
Hay que celebrar la decisión del Parlamento como un reconocimiento de la importancia de las humanidades, que nos proporcionan no sólo un profundo conocimiento de lo que somos sino que además resultan esenciales para entender mejor la complejidad de los procesos. La filosofía ha vuelto. Todavía nos falta el latín.