«La reconquista» y «María y los demás», el reflejo de todos nosotros

El futuro nunca es lo que era, y si no, que se lo pregunten a María, la protagonista de «María[…]

El futuro nunca es lo que era, y si no, que se lo pregunten a María, la protagonista de «María y los demás». La primera película de la cineasta Nely Reguera (Barcelona, 1978), aspirante a los Goya en las categorías de mejor dirección novel y mejor actriz protagonista -Bárbara Lennie no podría estar mejor en el papel de María- cuenta la historia de una chica que habita cómodamente el territorio complaciente de los «a medias». Del «casi».

A sus 35 años, es una mujer controladora y eficaz que cuida de su padre viudo, convaleciente de un cáncer. Se ha volcado en los suyos, una familia exigente -«¿María, dónde están las cervezas? ¿Y el omeprazol? Y la piscina, ¿por qué está así de sucia?»- y vive, efectivamente, para ellos, pero cuando le sobra un rato acaricia un sueño: ser escritora. Casi puede tocarlo con la punta de los dedos, pero mientras no llega se dedica a trabajar en una librería presentando los libros de escritoras reales. También tiene un casi novio que, si se parara a pensarlo dos veces, nunca sería su novio. Pero estos sucedáneos la mantienen tranquila. Sin embargo, aquí, en la película, como en la vida, nunca suena esa canción de Nacho Vegas, «Días extraños», que dice aquello de que «si hemos hecho algo mal, amor, verás una señal».

Como no hay señales ni caminos, María a veces está un poco perdida con lo que quiere. O con lo que le han dicho que tiene que querer. Pero está cerca, lo intuye. Tan cerca que, en realidad, podría vivir así, de sucedáneos, convenciéndose de que, en ocasiones, las gulas pueden pasar perfectamente por angulas. De lejos, pueden incluso confundirse.

Es la generación «Challenger», la que vio «cómo sus sueños se estrellaban en directo»

«María y los demás propone», como lo define Nely Reguera, una «sociología familiar sin el objetivo de sentar cátedra». Pero es también, aunque Reguera rehúya el término, lo que viene siendo una película «generacional». Porque María, sus hermanos y sus amigos, somos nosotros. Soy yo. A cuestas con los miedos y las incertidumbres, siempre dándole vueltas a un cotidiano misterio, el de quiénes quisimos ser y en quiénes nos convertimos.

Territorios limítrofes

La etiqueta «generacional» provoca siempre cierta urticaria, pero María es un personaje ampliamente reconocible que, en cierto sentido, entronca con los personajes de otra cineasta, Mar Coll (Barcelona, 1981), y sus «Tres días con la familia» y »Todos queremos lo mejor para ella». O con los de Jonás Trueba (Madrid, 1980) en «Todas las canciones hablan de mí» o «La reconquista». Personajes que habitan los territorios limítrofes entre la vida soñada y la realidad y que a la vez están muy apegados a nuestras maneras de sentir y vivir. A nuestras maneras de estar perdidos. Insatisfechos. A nuestra nostalgia no solo del pasado, sino también de ese futuro que nos dijeron que llegaría.

Hablamos de la Generación Y. Generación bumerán o Peter Pan, la de los «millennials». Aunque, en mi opinión, el más acertado de todos los nombres lo acuñó la escritora mallorquina Llucia Ramis (1977), autora de «Todo lo que una tarde murió con las bicicletas», que bautizó a esta generación de treintañeros como «Challenger» porque fue la que vio «cómo sus sueños se estrellaban en directo».

El personaje de María pertenece a una generación que abandera el cambio pero que aún mira hacia atrás con nostalgia, y que encarna el hecho, como explica Nely Reguera, de que «todas las opciones son válidas, pero no están integradas en la sociedad». Por ejemplo, en la película, María no sabe si quiere casarse, y un personaje secundario, su tía, se cuela en la mesa universal de las celebraciones familiares para recordarle con un suspiro lastimero: «Con tantas virtudes que tienes y mira, estás sola». Y le pregunta también a uno de sus hermanos, que se marchó a Londres huyendo de la crisis, por qué no tiene hijos aún. Este le responde que tiene mucho trabajo, y esa voz del pasado, que casi procede de los tiempos del No-Do y del blanco y negro, le replica que «antes también y los teníamos igual».

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Convivimos con varios paradigmas y todos son válidos. Nunca antes hubo tantas opciones sobre la mesa y no existe un patrón claro de familia, ni de pareja, ni siquiera de lo que es ser hombre o mujer. Es extraño, casi contradictorio, pensar que en este momento en que tenemos más acceso a la información que nunca, y un sinfín de comodidades con el que jamás soñamos, nos veamos sobrepasados por todo. Ocurre, claro, que el exceso de opciones conduce a la inacción; elegir es renunciar y uno no quiere renunciar a nada. No decidir es poder tenerlo, potencialmente, todo. O sea: nada.

No existe un patrón claro de familia, ni de pareja, ni siquiera de lo que es ser hombre o mujer

María se encuentra en un momento vital en que se supone que debería tener definidos todos estos elementos -familia, amor, trabajo-, pero no es así. Y una vez las vidas de esos demás empiezan a encarrilarse, la suya descarrila. Cuando su padre, interpretado por José Ángel Egido, anuncia que va a casarse, el mundo de María se desmorona. ¿Puede ser que su padre se case y ella no? Es el momento de tomar decisiones: ver qué quiere -y puede- hacer con ese hombre separado que tiene dos hijas a las que ella imagina monísimas y a las que quiere comprar regalos. O con esa novela que los demás aplauden y vitorean en su imaginación, ese gran lugar donde nunca ocurre nada real, cuando María explica frente a un auditorio mudo e imaginario por qué escribe y se compara con aquella chiquilla que lleva un vestido francamente cursi y un lacito en el pelo, una tal Marta Viso que, con veinticinco años, ha escrito la novela «El desconcierto», premio Ojo Crítico. «Por qué ella sí y no yo, parece preguntarse». La respuesta es fácil: porque Marta Viso ha escrito la novela y María la tiene casi escrita.

Así que volvemos a las angulas y las gulas. A los simulacros y los miedos a la vida, a la realidad, y aquí resuenan ecos de otra película ya mencionada, «La reconquista», de Jonás Trueba, en la que el cantante vasco Rafael Berrio le pone una banda sonora que podría compartir con María y los demás. Canta: «Temo haber vivido la vida como si fuera un simulacro. Haber gastado en borradores el presente». Y eso suena a advertencia, a la señal de una canción de Nacho Vegas.

Desengaño

El escritor y periodista Miqui Otero (Barcelona, 1980), autor de ese extraordinario libro que es «Rayos», pertenece también a la generación de nuestra hipotética María. En una entrevista, me contaba: «la generación anterior se enfrentó a unos problemas reales en tanto que la nuestra lo hace a sus propios deseos, que no se han visto realizados». Estamos desengañados, «como si nos hubieran estado preparando para realizar determinadas tareas durante muchos años y después esas tareas no existieran».

Nuestros padres son los que pudieron comprar un piso a sus veintipocos, se hipotecaron y tuvieron hijos a esa misma edad en que nosotros aún estábamos estudiando carreras y másters, cualquier cosa que postergara el darse de bruces con esa realidad en la que no había trabajos para nosotros.

Nos habían dicho en demasiadas ocasiones que éramos especiales. Aún recuerdo esos premios que daban en clase a quien se esforzaba más, premios de consolación. Pero cuando terminaron las clases, el colegio, la universidad, no quedaban premios ni consolaciones. Quedaba, eso sí, la geografía mundial para que la generación más formada de la historia de España probara suerte, esa de la que hablan Noemí López Trujillo y Estefanía S. Vasconcellos en «Volveremos», la memoria oral de los que se fueron durante la crisis. Porque me olvidaba; también nos llaman la generación perdida. Pero me sigo quedando con la «Challenger».

Hacia la madurez

¿Recuerdan el mítico juego de la música y las sillas al que jugábamos en la infancia? Como se cuenta en «Rayos», se nos prometió que la música iba a seguir sonando y que, cuando terminara, habría sillas para todos. Sin embargo, la música se detuvo en seco y no es que no quedaran sillas, es que se habían roto «como las del mobiliario de las películas del Oeste cuando se arma la bronca».

Sé que la música volverá a sonar; incluso se escuchan, al fondo de tanto ruido, los primeros acordes. Pero en los tiempos de cambios hay que saber escuchar y armarse de paciencia buscando unas sillas que por fin nos sostengan. Y esa es la historia de María, y la de todos los demás: la del arduo camino hacia la madurez.

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