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El pueblo puede equivocarse, y de hecho se equivoca a menudo, pero sigue siendo soberano. La historia demuestra con creces[…]

El pueblo puede equivocarse, y de hecho se equivoca a menudo, pero sigue siendo soberano. La historia demuestra con creces que cualquier alternativa es peor, dado que los errores individuales suelen pagarse más caros y no durante un tiempo tasado, sino a lo largo de períodos sujetos únicamente al arbitrio del dictador. La democracia, en su sabiduría, establece que sea el cuerpo electoral quien reparta las cartas otorgando a cada fuerza política una determinada cuota de poder que administrar, y deja en manos de estos administradores la responsabilidad de adecuar su actuación a la voluntad de los electores. El mayor o menor acierto en la interpretación de ese mandato determinará la suerte de los jugadores al final de la partida, cuando la ciudadanía recupere la voz y el voto.

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