Marruecos y la endeblez de España en el mundo
España externaliza a Bruselas una parte importante de su acción exterior. Llama la atención la moderación del Gobierno ante la agresividad marroquí
La crisis hispano marroquí ha mostrado palmariamente la importancia de contar con una política exterior robusta, alineada con los intereses nacionales y proporcional al peso de las principales magnitudes del país.
Sometida a una prueba inesperada en la frontera sur, España ha evidenciado su endeblez internacional, consecuencia de tres lustros en los que la acción exterior ha dejado de ser una prioridad para sucesivos gobiernos.
Cuando asumió la cartera de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación en enero de 2020, Arantxa González Laya pronunció una frase destinada a generar titulares: «Spain is back». Es posible que los sucesos iniciados en Ceuta el 17 de mayo le hayan hecho lamentar a la ministra el entusiasmo prematuro de aquella afirmación.
No se trata tanto de que «España esté de vuelta» (para empezar, cabe preguntarse a qué se quiere regresar) sino de cómo articular la presencia española en el mundo en función de los imperativos actuales de la realidad.
El estigma de Irak
La política exterior obliga, como a pocas otras funciones del Estado, a conjugar intereses con valores. El cambio y la inestabilidad son factores tan inherentes al entorno internacional de España como son los que derivan de su geografía y sus recursos. España es una potencia media en función de su demografía, su economía y del grado de desarrollo de su sociedad.
Su estrategia exterior requiere definir prioridades –no se puede llegar a todo— y no perder de vista que detrás de cada oportunidad se esconde una amenaza. En el mundo real, asegurar la seguridad y prosperidad propias no siempre encaja con los deseos o los ideales. Eso obliga optar y, por tanto, a aceptar las consecuencias derivadas de las opciones que se elijan.
España sigue pagando hoy las decisiones que tomaron José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero respecto de Irak en 2003 y 2004. El primero, por enviar tropas a una guerra forzada por la administración de George W. Bush, algo a lo que se opusieron otros aliados como Francia y Alemania. El segundo, por retirarlas a las bravas en cuanto llegó al poder.
La monarquía alauí se ha sentido habilitada para actuar con una agresividad inusitada en Ceuta gracias al aval que Donald Trump dio el pasado diciembre a la reivindicación de su soberanía sobre el Sáhara Occidental a cambio de reconocer a Israel. La equidistancia que ha mostrado la nueva administración de Joe Biden frente al conflicto no solo se explica por la continuidad de la posición norteamericana en el Magreb. El estigma de ser un aliado poco confiable contraído hace 17 años todavía pesa en la relación de España con los Estados Unidos.
La correlación de fuerzas –y de influencia— en el Norte de África se ha ido inclinando hacia Marruecos a medida que Mohammed VI ha reforzado su alineamiento con los intereses de Washington. El Gobierno español no midió la importancia de ese cambio en la balanza estratégica cuando decidió acoger al líder del Frente Polisario –la piedra en el zapato de Marruecos desde 1975— para ser tratado en Logroño del Covid-19.
La presión marroquí tiene un objetivo de largo recorrido: fomentar las condiciones que eventualmente permitan reclamar la soberanía sobre Ceuta y Melilla. En ese contexto, la indignación marroquí por la hospitalización de Brahim Gali es tan sólo un pretexto facilitado por la ingenuidad de Madrid. En el futuro, Rabat explotará cuantos otros se presenten para avanzar en su estrategia. O, directamente, los creará.
No todo es Bruselas
El tempo y el resultado de ese envite depende de la relevancia del papel internacional de España y de la solidez de su anclaje en la Unión Europea y la OTAN.
El Gobierno ha externalizado a Bruselas una parte importante de su acción exterior. La pertenencia a la Unión, el hecho de ser el cuarto país en peso demográfico y económico de los 27 y, sobre todo, su carácter fronterizo, justifican una estrecha integración de la diplomacia española con la europea.
Pero eso no exime desarrollar otros parámetros que, en última instancia, garanticen los intereses nacionales. En el lenguaje habitual de las cancillerías, la calificación de país «amigo» o «socio» deriva más del beneficio mutuo que de la fuerza de los lazos históricos, como muestra otro frente en el que España ha perdido el peso que llegó a tener en el cambio de siglo: América Latina.
Marruecos ha entendido desde siempre esa premisa al mantener con Francia una relación bilateral que rebasa su antiguo vínculo colonial. Pese a ser su segundo socio comercial, detrás de España, París es el garante político de Rabat en Europa.
España necesita lograr un consenso entre las principales fuerzas políticas para que su acción exterior sea una auténtica política de Estado, protegida de los vaivenes internos y a salvo de la confrontación partidista. La ministra González Laya presentó hace apenas un mes la Estrategia Exterior 2021-2024 elaborada por los funcionarios del palacio de Santa Cruz.
Es elocuente que prácticamente la única atención que ha atraído el documento –discutible en alguno de sus rubros, solvente en otros— haya sido el enunciado de la «política exterior feminista» que formula. Como en otras áreas, el debate sobre la política exterior española se limita a lo inmediato y lo polémico.
Marruecos ha sabido aprovechar esa circunstancia para variar sustancialmente su relación con España, aún a riesgo de contrariar a la Unión Europea. Rabat apostó a que la condena de Bruselas se limitaría al ámbito de lo verbal, como ha ocurrido hasta ahora. El martes pasado, tras el Consejo Europeo, Pedro Sánchez avaló esa tibieza al oponerse a que se condicionen los fondos destinados a Marruecos a su actitud en las fronteras norteafricanas.
Llama la atención que el Gobierno haya adoptado una postura tan comedida frente a la agresividad marroquí. Y más, todavía, que la oposición haya olvidado ya la crisis fronteriza para centrarse en un asunto que asegura más rédito político: los indultos a los líderes del «procés». Mientras eso ocurra, España seguirá boxeando en el mundo por debajo de su peso.