El gran error de Sánchez
Todos los episodios del «procés» son consecuencia, y no origen, de una situación que exige ser resuelta
Hubo un tiempo en que la política se tomaba un descanso veraniego. Sus protagonistas apenas hacían alguna aparición desde su lugar de vacaciones para evitar desvanecerse por completo. Mientras, los medios de comunicación buscaban temas más prosaicos –los culebrones veraniegos— para retener la atención de sus audiencias.
Es dudoso que la política reduzca su nivel de excitación este verano a la vista de los planes del Gobierno y de la oposición. El culebrón de 2021 serán los indultos que prepara el Ejecutivo. Y el asunto no tiene nada de prosaico.
No se puede argüir que Pedro Sánchez y su círculo más cercano (Calvo, Lastra, Ábalos, Campo, Redondo...) no hayan anunciado cómo quieren encarar el problema catalán. Lo han ido haciendo reiteradamente desde que el presidente ejecutó un giro copernicano respecto de su postura anterior: «cumplimiento íntegro de las penas» (declaración institucional del 14 de octubre de 2019).
Como en otros asuntos, la Moncloa ha evidenciado una notable incapacidad para valorar los factores ambientales que rodean sus decisiones políticas. El rechazo que produce fuera de Cataluña la intransigencia de los independentistas catalanes y la sensación de que nada logrará aplacarlos es la percepción más transversal entre españoles de diferente sensibilidad política.
Coste-beneficio
La temperatura del país no es la misma que antes del embate de la pandemia y los 15 meses de tensión política que la han rodeado. Y, menos aún, la que se registra tras la victoria del Partido Popular en las elecciones de Madrid. El principal grupo de la oposición se ha convencido de que la vía más directa para retornar al poder es adoptar el tono duro y el lenguaje emocional de quienes le disputan el segmento más conservador de la sociedad.
Puede que el mayor error de Sánchez sea creer que la repulsa que producen los indultos se limita a la llamada derecha sociológica. Abunda la evidencia de que muchos en el Partido Socialista, y entre su menguante electorado, sienten una repulsa parecida. Las primarias del PSOE en Andalucía a partir del día 13 de este este mes, en las que Susana Díaz planta cara al aparato de Ferraz, y el 40 congreso del partido, previsto para octubre, serán indicativos de cuán profundo es ese malestar entre las bases socialistas.
Pablo Casado también ha tenido que hacer su propio cálculo de coste-beneficio antes de sumarse a la manifestación convocada para el 13 de junio en la madrileña Plaza de Colón. El PP hubiera preferido no echarse todavía a la calle para minar los propósitos del Gobierno. Pero se ha visto arrastrado por la vehemencia de Vox y de la plataforma Unión 78, que encabezan María Sal Gil, Fernando Savater y Rosa Díez.
Tanto el PP como lo que resta de Ciudadanos aducen que la manifestación no surge de los partidos, sino de la sociedad civil. Ambos intentarán eludir una nueva «foto de Colón» junto a Santiago Abascal. Pero les será difícil esquivar la acusación de que se reedita el pacto de las «tres derechas» por parte de los que apoyan a la coalición gubernamental. El «bibloquismo» evoluciona hacia un frentismo cada día más patente sin que los autores de la agitación, a uno y otro lado, reparen en lo que esa fractura representa para la convivencia.
La mitología actual del PSOE sugiere que Sánchez debe su acenso a la audacia. Audaz fue la estrategia que le llevó a recuperar la secretaría general tras ser defenestrado en 2016. Y audaz fue, también, lanzar la moción de censura con que desalojó a Mariano Rajoy con 50 escaños menos que el PP. El entorno gubernamental ha variado ahora el vocablo con que encuadra su estrategia catalana: los indultos y la «mesa de diálogo» que seguirá son reflejo de la «valentía» del Gobierno. Solo el tiempo –y no mucho— dirá si el arrojo de Sánchez no resulta ser pura temeridad.
El peligro de las promesas
Al margen del vocabulario que se aplique, el hecho es que Cataluña sigue siendo el mayor problema crónico de la vida pública española. Todos los episodios del «procés» son consecuencia, y no origen, de una situación que exige ser resuelta.
Sánchez pretende sortear las reservas (jurídicas) del Tribunal Supremo sobre los indultos y el debate (moral) sobre su equidad, afirmando que prevalece la «utilidad pública». El argumento merecería más consideración si los beneficiarios de los indultos reconocieran sus errores y asumieran el compromiso de no repetirlos en el futuro.
Pero el independentismo se mantiene en su irredentismo, obligado por sus propias divisiones. Mientras Pere Aragonés siga reclamando la amnistía para los dirigentes del 1-O y mientras sus protagonistas sigan anunciando que «lo volverán a hacer», el criterio de la utilidad no es más que un desiderátum.
Al PP le basta mantenerse en modo reactivo ante la evolución del dossier catalán. La única propuesta que ha articulado Casado para afrontarlo –efectuada el pasado martes en uno de esos desayunos informativos que forman parte de la liturgia política de Madrid— es que revertirá cuantas medidas tome Sánchez respecto del independentismo. La estrategia tiene, como mucho, el mismo recorrido que el tiempo que le resta a Sánchez en la Moncloa.
Si tras unas elecciones generales, anticipadas o no, Casado consigue el poder, el problema catalán no desaparecerá; tan solo cambiará de manos. Deshacer las medidas que haya tomado su antecesor no contribuirá a que el reto independentista continúe siendo un problema irresuelto.
Los tres últimos lustros de política relativa a Cataluña están jalonados por las consecuencias de promesas hechas por sucesivos presidentes del Gobierno antes de llegar al poder. Sánchez fía lo queda de legislatura, y su propio futuro, a una apuesta tan incierta como la que hizo José Luis Rodríguez Zapatero en 2003 al prometer un nuevo estatuto para contentar las demandas nacionalistas. O la de Rajoy al promover su revisión –el «cepillado», que tan elocuentemente describió Alfonso Guerra— en 2006.
Sánchez sabía que contraía una deuda cuando aceptó el apoyo independentista para lograr su investidura. Casado debería saber que lo que haga ahora puede acabar por complicar sus planes para alcanzar la Moncloa. O lastrarle si lo consigue.