Cómo llegar a la Moncloa o quedarse en ella
Tanto el PP como el PSOE están condicionados por la agenda particular de los socios de los que dependen
Hace tiempo que la política española discurre entre esos espejos de feria que a cada paso alteran o deforman el reflejo de quienes la transitan. El bipartidismo que cimentó las primeras tres décadas de la restauración democrática obligaba a sus protagonistas a ambos lados del centro sociológico, el Partido Popular y el Partido Socialista, a asumir la responsabilidad de transformar el país no solo con el apoyo de quienes les votaban sino, todavía más importante, con la aceptación, aunque fuera resignada, de quienes no lo habían hecho. La consecuencia era un continuo de estabilidad que, pese a carencias y trompicones, promovió el progreso económico y social y la modernización integral de España.
En la última década, sin embargo, ha aflorado la fatiga del sistema y se han revelado las fisuras de una arquitectura política que el consenso de la Transición nunca consiguió eliminar. El mal llamado ‘bibloquismo’ actual no confronta dos masas relativamente compactas de intereses e ideas, sino dos nubes amorfas y opuestas cargadas de emocionalidad -la llamada ‘guerra cultural’- que, cuando se tocan, producen un gas corrosivo para la institucionalidad. La política siempre ha sido una pugna por el poder. Sin embargo, lo que la hace útil para ciudadanía es que sea un instrumento aplicado al progreso y no un fin en sí mismo.